lunes, 18 de abril de 2011

Capítulo 9. El principio del fin. Día 2 de junio de 2012. Sábado. Las 06:52 horas.


El cuerpo de Clara está irreconocible. Lo que antes era su cara ha pasado a ser una masa sanguinolenta, toda llena de sangre, restos de musculatura facial y partes visibles del hueso de la mandíbula, el hueso nasal y el tubérculo mentoniano. Han devorado casi toda la piel del rostro, dejando prácticamente intacto uno de los ojos y parte de la frente. También han roído e ingerido el brazo izquierdo de la doctora y parte de la pierna derecha, dejando una sección del muslo en la que solo se ve un pedazo de fémur ensangrentado. Por el estómago y la espalda también se aprecian algunos mordiscos, faltando así un gran pedazo de carne del trapecio en el hombro izquierdo y otro trozo de carne del romboide mayor, cerca del omóplato derecho. Su cuerpo está descuartizado. La sangre y los restos de carne bañan el suelo y las manos y piernas de Sergio y Arturo.

Ahora uno de los muertos se ha levantado, dejando de lado los restos del cuerpo de la que antes era Clara y se encamina hacia la puerta. Ha saciado sus deseos de alimentarse por el momento y se ve atraído por el nuevo olor y la luz que se adentran por la entrada de acceso al edificio de la morgue. Es el cadáver de Sergio. El otro muerto, Arturo, muerde sin entusiasmo  una parte del muslo de Clara y decide seguir torpemente a su compañero. Andan con muy poca coordinación y el cuerpo de Sergio, en peor estado que el de su compañero, va arrastrando los pies, dejando un sucio rastro de sangre, sangre del desmembramiento de Clara. Llegan a las puertas entreabiertas y con lentitud y torpeza las traspasan. Es la primera vez que ven el sol en su nuevo estado pero ni se inmutan. Enfrente de ellos ven un gran edificio, el centro hospitalario de Sant Pau. Atraídos y absorbidos de lleno por sus instintos, esa edificación que se levanta delante de ellos les promete a gritos comida fresca. Suben con lentitud por el camino que cruza uno de los lados del aparcamiento. Aún es muy pronto y nadie repara en las dos personas que caminan lentamente rumbo a la entrada oeste del hospital. Si alguien estuviera mirando podría ver que tienen las ropas ensangrentadas, una mirada muerta y un paso muy torpe. Pero no hay nadie que observe. No levantan sospechas. El mundo está callado. Los pájaros no se oyen, el aire está quieto y los árboles no hablan entre ellos. Pero llegan ruidos de actividad del edificio del hospital, atrayendo a estos dos seres de otro mundo.

Al edificio se puede acceder por tres entradas. La principal mira al sud. Es la más grande, con un gran aparcamiento, los puestos de entrada y salida de las ambulancias y la recepción principal. Allí se realizan las visitas de urgencia. Tiene acceso rápido a quirófanos y se encarga de casi todas las intervenciones quirúrgicas. Hace unas horas las traspasaron Ernesto, su madre y Carlos. Carlos, el autor del accidente donde murió Sergio y en el que lesionó al pobre Ernesto, sigue ahí, en una de las pequeñas habitaciones de intervención rápida tomando un calmante, llorando y maldiciendo su vida. Aún faltan unos minutos para que tome la decisión de subir a la azotea.

Por la entrada este del edificio se llega a otra recepción más pequeña y relajada. Un sitio en el que las salas de espera están vacías y silenciosas. Es el sector del edificio que se encarga principalmente de los partos. Es la zona donde trabajan los especialistas en ginecología, obstetricia y parte de la medicina neonatal del hospital.

Para acabar, la entrada oeste del edificio, a la que se acercan los dos cadáveres andantes, es la que se encarga de las enfermedades crónicas y de los residentes discapacitados. En una de las habitaciones de esa zona descansa apaciblemente Ernesto, ajeno aún a que ha perdido la movilidad de las piernas y soñando con un partido de fútbol en el que él es el protagonista. Hace pocos minutos que lo llevaron a su habitación, después de operarlo y comprobar que tiene una lesión permanente en la médula espinal, en las vértebras torácicas cinco y seis. Pero los muertos siguen avanzando. Ya están a las puertas de esta entrada y nadie ha reparado en ellos. Todo está tranquilo en el interior del edificio. La mujer que atiende en la recepción  acaba de llegar con un café de máquina y está leyendo la revista “¡Hola!”, tranquila y acostumbrada a las primeras horas de calma de las mañanas de los sábados.  Con un moderno detector de movimiento las puertas se abren, dejando pasar lentamente a Arturo y Sergio. La pesadilla ha comenzado.


jueves, 14 de abril de 2011

Capítulo 8. Clara abre las puertas de la pesadilla. Día 2 de junio de 2012. Sábado. Las 03:18 horas.

En el pasadizo de entrada a la morgue del hospital de Sant Pau se respira un silencio mortal. Han pasado cuatro horas desde que Arturo, el simpático técnico de anatomía patológica del hospital, expulsara su último aliento en nuestro mundo. Al final del pasillo, en la puerta que da paso a la habitación donde se realizan las autopsias, ya no se escucha ruido alguno. Por extraño que pueda parecer, los golpes del cadáver que perseguía al forense se han detenido hace pocos minutos. Es como si se hubiera percatado de que no queda nadie vivo fuera. Cerca del quicio de la puerta, en el suelo, descansa la falange distal del meñique de la mano derecha del muerto y a unos pocos centímetros de ésta, un pedazo del labio inferior de lo que antes era su boca junto con un diente. Su cara y sus manos están destrozadas por haber golpeado la puerta durante tanto rato. Ahora, el muerto viviente deambula por la habitación sin rumbo fijo, chocando con las camillas, tirando algún que otro utensilio médico y gruñendo débilmente cada pocos pasos. Una de sus piernas, la derecha, se arrastra por el suelo sin levantarse de las baldosas. La nariz y la frente están irreconocibles. El bisturí sigue insertado en su apéndice pero en el rostro desfigurado del cadáver no se aprecia dolor alguno por ninguna de sus heridas. Tampoco sangra, su corazón dejó de bombear sangre al morir en el fatídico atropello. Nadie podría reconocer que hace unas horas, eso era el cuerpo sin vida de Sergio, un trabajador del zoológico de Barcelona que no había hecho daño a nadie.


Son las 05:08 cuando se abren las puertas principales de entrada y salida del edificio de la morgue. En el exterior reina el silencio habitual de un mundo aún dormido. Todavía es de noche y la frescura primaveral se adentra por las fosas nasales invitando a inspirar y llenar plenamente de aire los pulmones, que aún siendo de ciudad, parece estar fresco y limpio. Incluso el hospital, allí al lado, parece descansar con tranquilidad.

Por las enormes puertas entra torpemente Clara Ballester Antequera, segunda técnica de anatomía patológica del hospital de Sant Pau, compañera de trabajo de Arturo. Mientras que una mano temblorosa termina de abrir las puertas la otra cuida de que no se le caiga la bandeja que lleva encima, una revista, un café y una napolitana para un desayuno tempranero. Viene a relevar a su compañero de anatomías para empezar su turno.

-Qué raro, no está escuchando música –piensa Clara mientras avanza tranquila por el pasillo hacia la sala principal de autopsias. –Por Dios, ¿qué ha ocurrido aquí? –se ha detenido desconcertada al ver un rastro de sangre y suciedad en el suelo. –Oye Arturo –grita con su voz aguda –Si piensas que voy a limpiar esto lo llevas claro.


Clara sigue avanzando hacia la puerta. Ya tiene el pomo cogido mientras sujeta con la otra mano la bandeja del almuerzo cuando de pronto escucha un ruido al otro lado. Un arañazo y un débil lamento que provienen de la otra cara de la puerta. Un escalofrío recorre todo su cuerpo a la vez que un inesperado miedo se instala en su cabeza. –Por Dios, cómo estoy hoy –piensa. Pero sigue sin girar el pomo. –Arturo, ¿estás ahí? ¿Te importa abrirme? Vengo cargada con el desayuno –pregunta en tono cordial. Pero no oye nada, solo su frágil respiración. 

Decide pegar el oído a la puerta mientras piensa para sus adentros lo extraño que empieza el día. Es entonces cuando, después de llevar unos segundos interminables escuchando, algo golpea fuertemente el otro lado de la puerta, haciendo gritar a Clara con el corazón en la boca –Me cago en la puta –exclama -¿Qué coño pasa? –grita. Pero ya es demasiado tarde, Arturo, su compañero de trabajo ahora convertido en muerto viviente había estado vagando por los pasillos del edificio y ha ido avanzando torpemente hacia los ruidos que Clara hacía, hasta llegar a ella y ver a una presa a la que devorar. Se acerca por detrás y Clara, recuperándose del sobresalto de la puerta, no se da cuenta hasta que es demasiado tarde. Ya lo tiene encima. 

El forcejeo sucede rápidamente. El cuerpo muerto de Arturo coge a la indefensa doctora por los hombros, arañándola y tomándola en un abrazo mortal mientras que muerde con toda la fuerza de su mandíbula la oreja izquierda de la doctora. Son unos instantes aterradores. Clara siente pánico y dolor pero intenta escapar, empujando a su atacante fuera de su alcance. Entonces se da cuenta, nota como sale la sangre a borbotones por su lado izquierdo de la cabeza. Y no oye nada, como si tuviera el oído taponado. Un dolor tremendo que se extingue de inmediato al ver que su atacante tiene en la boca una oreja ensangrentada. Y se vuelve a dirigir hacia ella con paso torpe. Con una mano en el lugar donde antes estaba su oreja y en pleno estado de shock su mente le ordena que busque un refugio seguro y decide meterse rápidamente en la sala de autopsias pero al abrir la puerta se encuentra de frente con un cadáver con la cara deformada mirándola. Sus piernas no responden. Esto escapa a toda lógica. Una conmoción que no le deja pensar en nada. Ya ni siquiera es consciente de los fuertes latidos que siente en el orificio donde antes estaba su oreja ni de la sangre que le resbala por la mano. El muerto que está delante la coge impulsivamente por la cabeza y le muerde en la nariz, buscando arrancarle el máximo pedazo de carne, pretendiendo llegar hasta el fondo de su cabeza, mientras que el cadáver de Arturo lo hace por la espalda. Clara intenta gritar pero de su boca solo sale un triste lamento. Un sollozo que se pierde entre los gruñidos que emiten los cadáveres. Ya no le quedan fuerzas para resistirse. Su mente y su cuerpo ya no están con ella.